Dostoevsky, SAN
PETERSBURGO,
PLAZA SEMENOVSK, 22
DE DICIEMBRE DE 1849

El ruido de los
sables y las voces de mando a lo largo de las casamatas de la prisión han turbado
su sueño a medianoche. Aparecen unas fantasmales y lúgubres sombras. Aquellas sombras
le empujan por un estrecho e interminable corredor. Se oye chirriar un cerrojo.
Se abre una puerta. Entonces puede contemplar el cielo, mientras un viento
helado le azota el rostro. Espera un coche celular, en el que le introducen
violentamente. En el coche se encuentran apretujados, cruelmente encadenados,
sus nueve compañeros de infortunio. Todos callan. Saben adónde van. Saben que
su viaje no tiene retorno. El coche se pone en marcha lentamente. De pronto se
detiene y otra vez chirría una puerta. Al trasponer la verja, sus ojos
descubren un miserable rincón de mundo: casas sombrías, sucias, bajas de techo.
Luego ven una gran plaza, desierta, cubierta de enfangada nieve. Una densa
niebla envuelve el patíbulo. Un templo de oro se adivina en la luz matinal.
Después de apearse les hacen avanzar. Un oficial lee la tremenda sentencia:
¡condenados a muerte por traidores! ¡A muerte! Aquellas palabras se hunden como
piedras en el sereno azul del cielo. Son repetidas como un eco. Todo lo que
está ocurriendo a él le parece un sueño. Sólo sabe que va a morir. Se adelanta
un hombre y en silencio le pone la hopa blanca. Los reos cambian en voz baja
las últimas palabras de despedida. Uno de ellos, con los ojos desorbitados, lanza
un grito de horror. Un pope le presenta el crucifijo y él lo besa
fervorosamente. Los condenados son diez. Se les hace avanzar de tres en tres.
Un cosaco se acerca para vendarle los ojos. Él entonces levanta la vista para
contemplar el cielo por última vez; también puede ver la iglesia, cuya dorada
cúpula resplandece en las primeras luces de la aurora. Recuerda la «Última
Cena» del Señor y vislumbra que la verdadera vida, la visión beatífica de Dios,
comienza después de la muerte. Le han cubierto los ojos. Ante el solo hay una
tétrica oscuridad. Pero siente bullir la sangre en sus venas y, con esa
ardiente sangre, nuevos torrentes de vida. Es el último segundo, y en ese
instante parece concentrarse toda su existencia. Tumultuosamente aparecen las
imágenes de sus recuerdos: su infancia, sus padres, sus hermanos, su esposa,
las amistades rotas, las pocas horas de felicidad, los sueños de gloria. Ahora
la muerte. Nota que alguien se acerca lentamente, y una mano se posa sobre su
pecho. Siente frío. ¿Va a morir? El corazón apenas late. Unos momentos más y
todo habrá terminado. A poca distancia, los cosacos han formado el pelotón y
preparan las armas. Se oye el ruido de los gatillos. De pronto, los tambores
empiezan a redoblar. Van a troncharse unas vidas. ¡Aquel instante dura un
siglo! Pero entonces se oye un grito: « ¡Alto! » Llega un oficial, en cuyas
manos se agita una hoja de papel, y, a la clara luz de la mañana, lee la orden,
el indulto: el Zar, bondadoso, ha conmutado la pena. Aquellas sorprendentes
palabras carecen de sentido. Sin embargo, la circulación de la sangre vuelve a
normalizarse, y la vida, gozosa, ha empezado a cantar. La muerte huye
derrotada, y los ojos, cegados por las sombras, perciben como un rayo de luz.
Le quitan la venda. Le aflojan las ligaduras. Su corazón puede ya latir
libremente. Ya no ve aquella horrible fosa a sus pies. La vida es mísera y
dolorosa..., pero es vida. Contempla otra vez la dorada cúpula de la iglesia,
que en los albores de aquella terrible mañana brilla místicamente. El cielo
parece estar lleno de rosas, de gloriosos himnos.
Allá en lo alto brilla la cruz con los brazos abiertos como en oración. Aclararse
cada vez más el cielo con la luz del nuevo día, que se va extendiendo hasta los
montes, hasta los confines más lejanos, y poco a poco, a ras del suelo,
empiezan a evaporarse las tinieblas, densas, lúgubres, engendradas por la
tierra. Entonces le parece oír por primera vez el grito de todos los dolores
humanos y, lleno de inmensa piedad, reza y llora. Escucha las voces de los
niños y de los débiles, de las pobres mujeres hundidas en la prostitución, de
los solitarios sin consuelo. Comprende que sólo el dolor nos conduce a Dios,
mientras la vida alegre y fácil nos ata con lazos de barro a la tierra. Sigue
oyendo el coro de los miserables, de los despreciados, de los mártires
anónimos, de los que mueren en el arroyo abandonados del mundo. La luz parece
cantar aquel dolor terrenal. Y él cree en la suprema y paternal bondad de Dios.
Sabe que Él sólo tiene amor, piedad inmensa para los pobres. Por fin, un ángel
portador de un divino rayo de luz muestra a su dolorido corazón que en la
muerte comienza la gloria de la vida. Ha caído de rodillas, destrozado por el
grito de dolor humano. Luego se siente abatido por un infinito estremecimiento,
una especie de convulsión que disloca sus miembros; la boca se le llena de
espuma y un mar de lágrimas brota de sus ojos. Está convencido de que no pudo
gustar la dulzura de la vida hasta que sus labios probaron la amargura de la
muerte. Su alma ha comprendido, se ha dado plena cuenta de los terribles
momentos que sufrió Aquel que murió, hace dos mil años, en una cruz. Y, como
nuevo Cristo, debe amar la vida iluminado por una luz nueva. Unos soldados le
apartan del lugar de la ejecución. Está muy pálido, sus ojos se hallan
alucinados por la horrible visión y en sus labios se inicia ya la amarilla
carcajada de los Karamazov.
De Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig
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