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Mostrando entradas de noviembre, 2014

Un chango de Malasia

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—Señor presidente, le dijo el hombre con la voz trémula y el nerviosismo desbordado el teléfono. —¿Atraparon al Chapo? –preguntó el presidente poniéndose las gafas y sentándose en la cama quitándose la modorra de la media noche. Su esposa soltaba baba sobre la almohada y murmuraba algo. —No señor. Tenemos un problema. —Ay no, por favor no. Ahora qué, ¿una inundación?, ¿un terremoto?, ¿explotó otra plataforma petrolera? Nos declaró la guerra Argentina, ¿verdad? Dígale que era broma, que nunca dije que su presidenta estaba loca. —No señor. Si es algo con otro país pero no con Argentina. Si no actuamos rápido podemos tener problemas con España. —¡Mi madre! Exclamó el presidente y sintió un vahído que lo tumbó de nuevo a la cama. —Señor, señor, se oía que decía su asesor de gabinete desde el teléfono. La primera dama se despertó, tomó el auricular y oyó los gritos desesperados. —Mi amor te hablan, dijo poniendo el aparato en la cabeza de su marido. El presidente cambi

La casa verde

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La casa se veía a lo lejos. En un barrio como aquel, caído en desgracia, una casa de dos pisos rodeada de jardín, con un ático enorme y pintada de un verde descascarado llamaba mucho la atención. La gente la veía a lo lejos y se imaginaba cosas. Algún tiempo perteneció a una familia rica y de abolengo que se remontaba a más de cinco generaciones. Nadie de los vecinos los conoció nunca. Se contaban historias de ella. Que si estaba intestada y los herederos se peleaban desde hace décadas; que si los dueños se habían vuelto locos y ahora sólo salían por la noche; que se oían risas en la noche y se celebraban misas satánicas.             Uno de los rumores más comunes es que ahí vieron unos europeos (la gente cambiaba la nacionalidad de ingleses a franceses, de españoles a italianos) que vivían una vida de lujos. Que dentro escondían joyas, collares enormes de oro y objetos tallados que representaban una enorme fortuna para cualquiera que quisiera entrar por ellos. Que un día, la pare

Una azotea, unas hojas y una pluma

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Cuando comencé a escribir no conocía gran cosa de la literatura sólo que me gustaban las historias y que me gustaba contarlas. Tampoco sabía que se presentaban los libros y mucho menos que existía algo llamado talleres literarios donde uno iba y destripaba lo que había mecanografiado en hojas blancas. Acaba de salir de la preparatoria y era un escritor que tenía un par de cuentos que pensaba eran lo más alto de la literatura mexicana. Alguien me dijo que por qué no iba al taller de la maestra Beatriz Espejo. No la conocía, no sabía que había que pagar y mucho menos que asistir ahí cambiaría mi vida.             El taller se ofrecía los sábados a la nueve de la mañana y hasta la una de la tarde. Con media hora para descansar. En el auditorio habían puesto una mesa larga, varias sillas, una cafetera, galletas y un enorme garrafón de agua. Al entrar a ese sito, con el piso alfombrado, la luz de la mañana entrando por los ventanales, el olor del café recién hecho y el rostro sonriente