El señor Elías



Suena el teléfono y escucho la voz inconfundible del señor Elías T*.
—Buenas tardes, busco un libro que encargue, es sobre Ortega y Gasset.
—Señor Elías, —le respondo alegre.
—Es usted, Iván, ¿cierto?
Nos ponemos a platicar. Siempre habla en la mañana a la librería, cuando el trabajo pesado todavía no empieza por lo que le puedo dedicar tiempo a su llamada. Mientras yo me tomo un café tengo la seguridad que él está terminando el suyo. O tal vez desde su mesa de desayuno marca y disfruta de la charla.
Es un buen cliente. Por lo poco que lo conozco y lo menos que confiesa, es judío, de ascendencia española. Deberá tener un poco más de ochenta años, aunque la voz engolada, suave y pausada es la de un hombre de no más de cincuenta. Es un gran lector de filosofía, aunque me ha asegurado que antes leía mucha novela.
—Rusos, españoles, italianos, mexicanos. Leí muchos mexicanos, Iván, pero ya no más. Estoy centrado en la filosofía.
Lo cual es mentira, en lo que está centrado es en Ortega y Gasset en exclusiva. Ha comprado (y leído) todos los tomos de las obras completas editadas por Taurus y cuanta bibliografía relacionada él que le consigo.
A veces le hago la broma tonta de si no quiere comprar un libro en solitario de Ortega, sin Gasset y, tal vez por amabilidad o porque a esa hora del día mis simplezas le causan gracia, suelta una risa diáfana y completa: es usted tremendo.
 —Tengo el libro tal, por fin llegó.
—Voy por él, Iván. —Siempre acaba las frases con mi nombre. Al principio me hablaba de usted, pero un día ambos tomamos confianza y comenzó a llamarme por mi nombre. Yo siempre por señor Elías.
—¿Nada de Reyes? —Le digo a manera de broma, otra vez, ya que luego de una gran amistad Alfonso Reyes y Gasset terminaron muy enemistados. Enemistad que algún día me explicó que se debió a un acto de arrogancia del regio y la poca tolerancia del español.
—Nada de Reyes. —Repite y jura que vendrá por el libro que me encargó “para saludarme”, aunque sé que no lo hará porque casi no sale de sus casa. “Estoy viejo, ya no tengo la fuerza de antes.” Me confesó la primera vez que le reclamé al dejarme plantado. Siempre me dice, “voy para allá” y a los pocos minutos vuelve a marcar para disculparse. Entonces manda al chofer, un tipo que entrega un papel con una letra muy fina, manuscrita con el nombre del libro, el costo y una nota que dice: “favor de entregárselo, Elias T*”.
A veces manda a la mujer de la limpieza, una señora como de cincuenta años, muy aguerrida que pelea hasta el último peso de su patrón y las más de la veces ha tenido que irse sin el libro y regresar después porque el precio, a la hora de hacerle el descuento, no cuadra con lo que le dijeron.
Tenía cerca de tres meses que no marcaba. Cuando un hombre de su edad desaparece tanto tiempo uno piensa en la muerte. La muerte de alguien que es solo una voz en el teléfono, un fantasma, un nombre en la lista de apartados, una amistad que no existe. Si falleciera no me enteraría, no sabría si solo se cambió de casa o dejo de comprar en la librería y se fue a otra. Nada.
—Ojalá un día venga, don Elías. Me gustaría mucho conocerlo y estrechar su mano. —Le digo con sinceridad al teléfono.
—Un día de estos, —me responde muy amable, mientras me dicta una lista de libros inconseguible y un nuevo estudio sobre Ortega y Gasset. —Va a ver que sí, un día estos voy a ir y no me va reconocer, pero yo a usted sí. —Me dice y me despido.

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