Secretos de familia (cuento decembrino)
José Alfredo Jiménez
Por Iván
Farías
Colgado de
dos postes, sobre una esquina abandonada, hay un letrero con el sello del
gobierno delegacional que te pide no tirar basura escrito en español y en chino
mandarín, seguido de las penas por hacerlo. La advertencia no sirve de nada
porque día a día se acumulan las bolsas con desperdicios hasta desbordarse. El
líquido dorado, apestoso, de los desechos orgánicos, se esparce por la banqueta
y gotea incesante hacia el asfalto.
Yo trabajaba a unos 20 metros de
ahí, en una tienda que se llama Kuàilè lóng, “El dragón feliz”, una especie de
minisuper que debe ser muy común en China, pero que en la ciudad era una
especie de oasis para que los asiáticos vinieran a comprar arroz, algas y demás
cosas que no eran tan fáciles de encontrar en una tienda normal.
El
auténtico barrio chino de la ciudad queda a la vuelta del metro Viaducto, justo
sobre Coruña. No hay un arco con dragones ni leones custodios, no hay nada que
lo identifique oficialmente pero todo mundo sabe que ahí es. Yo trabajaba con
el señor Wei Chen, un tipo serio, delgado, que vestía siempre con camisas
rayadas y que necesitaba unas gruesas gafas de carey sobre su nariz para poder
ver las cuentas del día. Su hija Mei, era una chica delgada un poco más grande
que yo, de lacios cabellos negros y que, pese haber nacido en México, no podía
hablar más que algunas palabras en español.
Los
chinos son personas reservadas, que buscan evitar problemas; tal vez sea esa la
razón por la cual no tratan con occidentales. Yo estaba con ellos porque me
necesitaban. La mayoría evitan hablar español porque no lo necesitan, pero “El
dragón feliz” se nutría del éxito de la comida gourmet y arrastraba a clientes
no asiáticos.
El
señor Chen podría odiar secretamente a los mexicanos pero le gustaba nuestro
dinero, así que me contrató para explicarles a los consumidores las bondades
del té verde, del arroz, de las hierbas aromáticas y las especies. Me gané su
confianza en poco tiempo, y podía deambular por toda la tienda, menos en el
cuarto del rincón reservado a una exclusiva clientela asiática que noche tras
noche se reunía ahí. Como era buen empleado, apenas si tenía vida fuera del
local, me dio un cuarto en la azotea del edificio donde estaba el
establecimiento. Así, un día me vi rodeado de chinos por todos lados, con sus
griterías, sus olores al cocinar y sus rostros pálidos, siempre sonrientes y su
forma tan peculiar de caminar. Mi cuarto era iluminado por un letrero luminoso
en mandarín que ofrecía comida rápida y que por las noches me dificultaba
dormir.
Cuando
era navidad, como lo fue aquel año, el señor Chen nos obligaba a ponernos discretos
gorros rojos de Santa Claus, además de colocar un entramado de lámparas de
papel en la calle frente a la entrada y pegar caras sonrientes de santacloses
con los ojos rasgados, en las puertas de los refrigeradores. Todo Made in China.
—Cada vez
que haya compla diga “feliz navidad” al cliente, —me ordenaba.
Era
un trabajo sencillo que me permitía tener las noches para mí, en la soledad de
mi cuarto de azotea, con mi cama solitaria y mi paquete de revistas
pornográficas que me ayudaban en esas madrugadas frías. A veces caminaba por
Tlalpan y entre las decenas de mujeres trans encontraba a una que de verdad lo
fuera, la invitaba a mi casa pero nunca quería ir, así que acabábamos revolcándonos
en el Hotel Princesa, al que llegábamos caminando. Luego se iba y yo volvía a
mis pensamientos, liberado ya de la necesidad carnal.
Soy
feo, flacucho, con marcas de acné y mis dientes, ¡mis dientes son un desastre!
Tal vez por esa imagen horrible en mi espejo debí saber que ella no era para
mí, que esas piernas morenas, con calcetas negras y faldas pegadas no estaban
en ese bar para mí. Aunque hayan sido mías. Atenea, se llamaba, como la diosa
de Los Caballeros del Zodiaco.
La
conocí en aquella noche decembrina, con el frío de la ciudad calando los huesos,
en un bar cercano, al cual iba seguido a sentirme rodeado de humanidad.
Cualquier solitario busca un pretexto para ver gente y soñar que un día su
suerte cambiará. Cuando llegué al sitio, donde debería haber un grupo, me
esperaba una pantalla gigante y sobre ella se proyectaban videos.
Me
senté en la barra, alejado de todos y pedí una cerveza. Yo no tomo, pero la
gente en los bares bebe así que yo debía hacerlo para no desentonar. Una chica
de cabello negro, cortado como hongo, con las piernas cruzadas y una chamarrita
vaquera, con los hombros desnudos, desafiando el frío, fijó su mirada en mí.
Fueron solo segundos pero lo sentí. Ninguna mujer hace eso conmigo. Ninguna lo
había hecho y ninguna lo volvería hacer.
Un
hombretón de chamarra de cuero y cabello a rape, con pinta de villano
motociclista, parecía ser su pareja. Me tomé mi cerveza y dejé que el tiempo
pasara. Me iría antes de las doce para poder subir al metro y evitar caminar a casa.
Fui al baño y ella se cruzó conmigo. Ni mis dientes amontonados ni mi cara con
acné le molestaron en lo más mínimo.
No
te me acerques, le dije con miedo, pero ella me respondió: déjate llevar. Me arrastró con su cuerpo pletórico de piel, oloroso
a mujer, hacía lo más profundo del lugar. Me abandoné a su conducción y nos fuimos
hasta mi cuarto de azotea. En el edificio donde los chinos dormían el sueño del
trabajo, nosotros cogíamos en una cama que nunca había sido tocada por mujer alguna.
El letrero en mandarín se encendía y se apagaba.
—¿Prefieres
estar acá? —Me
dijo ella, saliendo de mi cuarto, mientras yo veía el cielo nocturno, sentado
en la orilla de la barda que divide la azota del precipicio. Mis pies colgaban
en el vacío.
Ella
era una estatua de carne cubierta por mis cobijas sucias.
—Es que la cama
es pequeña, mejor te la dejé para que descansaras.
—No seas tonto.
¿Tienes cigarros? —Me busqué en el pantalón y encontré unos. Se los di, junto a
mi encendedor. Ella se lo puso en la boca para encenderlo como si fuera una
actriz de cine. Soltó el humo por la nariz y por breves segundos acarició su
cara.
—¿Cuánto tienes
trabajando con los chinos? —preguntó sentándose al lado mío, dejándose iluminar
por el letrero de comida rápida.
—Algunos años.
—Entonces, los
conoces bien.
—Muy bien.
—Seguro se meten
mucho dinero.
—Mucho dinero. Al
señor Chen le va muy bien.
—No es justo, ¿no
crees?
—Trabajan mucho,
—le dije con seguridad. —El señor Chen llegó en un barco luego de un viaje de
semanas encerrado en un contenedor, con decenas de chinos comiendo y cagando
encerrados sin ver la luz del sol. Desde que llegó a México no descansa.
Siempre trabaja. Se merece cada peso.
Ella
dio una larga calada al cigarro y vio hacia el cielo rojo de la ciudad, sin
estrellas.
—Ya casi es 24.
¿Qué te regaló de navidad?
—Nada.
—Tanto dinero y
¿nada?
—Siempre me da un
bono y cosas de la tienda.
Ella
se levantó y quitándose la cobija, dejó ver su cuerpo desnudo frente a mí. Su
pubis de cabello hirsuto, que olía a sexo, quedó frente a mi cara.
—Deberías de
tomarte un bono directo, my little china
boy —dijo y con sus manos acercó mi boca a su vagina. —Yo te voy a decir
cómo.
El
plan era que el día de más venta, el 25 de diciembre, dejara abierta la tienda
para que ella pudiera llegar en la noche y tener acceso a la caja fuerte,
sacarla. Así, yo estar libre de sospechas. El señor Chen era mi protector, pero
la carne de una mujer en un hombre solitario es más fuerte que cualquier razonamiento.
Acaté
el plan paso por paso. Cerramos a las 5 de la tarde. El señor Chen guardó el
dinero en la caja, gruesos fajos de billetes de varias denominaciones, luego
él y su hija me dieron un abrazo, una
bolsa de comida y un sobre amarillo con dinero. Los dejé sobre la barra,
mientras ellos se internaban en la puerta restringida para mí. Guardé las cosas
que estaban regadas, limpié la barra, es decir, mi rutina de todos los días,
con la excepción de cerrar los candados.
A
las once la noche en punto, tal cual quedamos, me asomé a la azotea y vi que llegaba
una camioneta con batea. Se detuvo frente a la tienda y Atenea descendió.
Caminaba gatuna, digna, incluso pisos arriba podía oler su piel que demandaba
mis besos y mis manos. O cuando menos eso pensaba yo. Se acercó a la puerta y
la encontró abierta. Yo decidí bajar para verla, aunque el plan era que me
quedara en mi cuarto.
Las
escaleras desaparecieron bajo mis pies y en unos segundos estuve abajo. Cuando
abrí la puerta la encontré con el tipo del bar, el villano motociclista, empujaba
la caja fuerte ayudado por un diablito.
—¿Quién eres? —Le
pregunté indignado, aunque ya sabía la respuesta.
—Callate, little china boy, ya tuviste tu parte
del botín. Mejor súbete a tu cuchitril y piérdete. —Ordenó Atenea con
desprecio, siendo totalmente diferente a la gatita de la otra noche.
—Le voy a decir
al señor Chen —advertí como un verdadero idiota, más llevado por los celos que
por desear cumplir mi advertencia.
—Haz lo que
quieras, cabrón —dijo el rapado dejando el diablito en el suelo y sacando de
entre sus ropas un revólver. —Pero si te mueves, te meto un pinche plomazo.
—Nos diste
lástima. —Dijo ella, dejando caer su cabello sobre el ojo derecho —Podíamos
haberte obligado y ya, pero te quisimos dar un regalo.
—Escuchaste,
¡pendejo!
Yo nunca me
engañé. Sabía que el pago por esa noche era ella. Bajé la cabeza y el tipo hizo
lo mismo con el revólver.
Llegaron a la
salida y cuando iban a salir los detuve.
—Hay más dinero.
—Les dije. —Mucho más dinero que ese, más dinero del que puedan gastar.
—¿Dónde Little china boy? —Atenea volvió a su
mirada de gatita tierna. —Dinos dónde.
—Los chinos
juegan hoy. Detrás de la puerta están las ganancias del majiang, ¿Oye esos golpes? Son las fichas del maijiang.
—¿Qué madres
dices? —El tipo levantó de nuevo el revólver y me lo acercó a la cara. Muy bajo
pero se alcanzaba a oír como en el sótano los apostadores azotaban en las mesas
de madera las fichas del juego.
—A los chinos les
gusta apostar en un juego que se llama maijiang.
El señor Chen les presta unas mesas en el sótano y ahí se guardan las apuestas.
La caja es más pesada, pero tiene mucho más dinero. Todos son chinos viejos,
con una pistola bastará.
Atenea y el tipo
se vieron interrogantes.
—Yo tengo la
llave, si me dan el dinero de esta caja, se pueden llevar lo de la otra. Sé
dónde está la llave. —Sin decir palabras aceptaron mi propuesta.
Yo no tuve padre,
así que el señor Chen, a fin de cuentas, era el mío. Me cuidaba y me
alimentaba. Yo era de su familia y uno guarda los secretos familiares, como la
casa de juego de la tienda. Saqué la llave del mostrador y se las di. Cuando
abrieron, dos cuchillos se enterraron en sus gargantas. La gente de las triadas cuida mucho el sagrado juego del
maijiang. Ningún occidental podía
entrar ahí, ni siquiera un pequeño niño chino, como yo.
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