Su número en Acapulco

Then she gave me a $200 tip
and her phone number in Acapulco.
The Wizard

Dormía en los parques por la mañana y en la noche me iba al Casino a esperar el amanecer. Había perdido hasta el último peso en él, pensando que con mi sistema me volvería millonario. Veía a los jubilados aplicando el suyo y me daba cuenta de sus errores, de sus manías, de que no entendían como la “casa” jugaba con ellos. El lugar estaba en un barco. Era como le decían muchos, un casino flotante. Según me habían contado lo habían hecho así porque en el territorio federal de Buenos Aires estaban prohibidos los juegos de azar. Por lo que el barco fue la solución “inteligente” que permitía tener un gran casino sin quebrantar las leyes… más que un poquito. Así que cada determinando tiempo el barco encendía sus motores y le daba una vuelta al rio hasta llegar a aguas internacionales y regresaba. Así no estaba de fijo y todos contentos.

Por fin, un día que mendigue unos pesos en la entrada del Subte, pude juntar para ir a un locutorio y revisar mi correo. Mi novia decía que se le complicaba, que tenía muchas dificultades para conseguir el dinero. Que los amigos a fin de cuentas estaban igual que nosotros, en bancarrota y que no tenía nada a la mano para vender.

En verdad me preocupé, Así que pedí ayuda desesperada. Por medio de una carta colectiva exhorté a los amigos que estuvieran en disposición, me depositaran algún dinero, porque estaba metido en problemas. No podía decirles que me la había pasado bárbaro apostando a la ruleta, así que inventé un robo. Expliqué de la mejor manera mi mentira y hasta casi visualizaba de cuerpo completo al ladrón. En la carta apelaba a su solidaridad, a su caridad y a su fraternidad con el compañero caído. La reescribí varias veces hasta que consideré que estaba perfecta. Me fui de ahí muy ufano, suponiendo que mis amigos enviarían algunos pesos a mi cuenta en ceros; que con lo que enviaran me alcanzaría para pagar un modesto hostal en los límites de la ciudad capital, todo para esperar llegará el día del retorno a mi país. Al cual le faltaban todavía dos semanas. El correo fue en balde, nadie depositó ni veinte pesos.

Seguí mi rutina de ir al Casino, pero ya sin entrar, porque los de seguridad simplemente me lo prohibieron. La verdad es que mi estado para ese momento era lamentable: sin rastrillo, mi barba había crecido sin ningún orden y mi cabello se apelmazaba por la falta de un verdadero baño; ya que solo me lavaba la cara y las axilas en los baños de los supermercados. Mis pantalones olían bastante mal y el rostro derrotado me hacía ser un tipo indeseable. Nada de aquellos días en los que muy orgulloso cambiaba fichas.

La siguiente noche que intenté entrar llamaron a la policía. Pude salir bien librado de aquel problema, es decir no me golpearon como era su costumbre, cuando enseñé mi pasaporte mexicano, que como mi tarjeta de banco, llevaba siempre junto a mí. El policía que me sacó del embarcadero le aseguró a los guardias que me metería cuando menos veinticuatro horas por vagancia. Me resistí un poco, debatiéndome entre dejarlo hacer para cuando menos poder estar bajo techo una noche o temiendo por lo que pudiera pasar dentro. Por fin me esposó.

Ya en la patrulla me preguntó si en verdad era mexicano. Claro, le contesté. Pareció darle gusto. Avanzamos unas cuantas calles y se detuvo cerca del barrio de la Boca, junto al rio, el mar de agua dulce. Volteó hacia atrás y me volvió a preguntar si era mexicano a través de la mica aprueba de balas del autopatrulla . Le dije que sí, que categóricamente lo era. Se apeó del vehículo y abrió la puerta donde iba. “Pasate para adelante, che” dijo muy amable. Me preguntó por algunas cosas, sin quitarme las esposas y luego, como si estuviera con un amigo muy querido, comenzó a contar la historia de su luna de miel en Acapulco, hacía ya más de treinta años.

El hombre, un tipo blanco entrado en la vejez, con mirada melancólica de europeo resignado a vivir en las Américas, parecía complacido de tener a alguien con quien platicar. Me dijo que había visto a la Virgen que estaba sumergida en el mar y los peces de colores y visitado la playa de la Roqueta. De como su esposa y él se escondieron en la espesura de la selva de la isla para hacer el amor en la noche hasta que amaneció y se fueron a primera hora a su hotel, felices de haber hecho algo tremendo. Locura que ahora es prácticamente imposible por la cantidad de vigilancia que existe.
—Marta, mi esposa deseaba mucho ir a Acapulco. Vivía enamorada de la playa, de sus artistas. La había visto en varias películas, en la del chanta este, del flaquito… Cantinflas. Me mataba el tipo este con su bigotillo y su pantalón a media cola. ¿Luis Miguel, sigue ahí?
—Sí, creo que sí. Contesté extrañado de la pregunta. Creí que el policía había visto muchas telenovelas.
—Me gusta Acapulco, hace años que no voy. —dijo evocador, con los ojos puestos en mi, pero con la mirada perdida— Marta quería regresar, pero perdí el laburo anterior y el boleto para tu país es caro. Ya no pudimos hacer esa segunda luna de miel. Marta se murió hace cuatro años. Ya no subimos de nuevo al yate ese de locura ni visitamos la casa del Weissmüller. Nunca habíamos visto películas de él, pero luego del viaje regresamos y vimos varias. Que grande era Weissmüller. ¿Te gustan las películas viejas, gordo?
—¿Las de blanco y negro? —contesté tratando de seguir el hilo de su conversación.
—Exacto y las de los setenta. A mí siempre me intrigó el chanta este taxista que sale con De Niro en la de Taxi driver. El gordo, que se hace llamar elWizard. La vi de joven, en un cine de La Plata. ¿Sabes?, siempre me pregunté si vivían muchas yanquis locas en Acapulco, de esas que se cogen a taxistas viejos y las dan 200 dólares de propina. ¿Viven?

¿Yanquis locas en Acapulco?, me pregunté. Yo no sabía nada de Acapulco. ¿Qué era Acapulco para mí?, un playa infestada de chilangos empobrecidos en fin de semana, gringas con las tetas al aire, el paraíso en las películas de Tin Tan, donde descansaba el Tintavento III y se hundió el segundo, el Baby O, Caleta y Caletilla, Puerto Márquez. Pero también el de las cabezas cercenadas, el de las narcomantas, el de la guerrilla.
Acapulco no existía, era simplemente el sueño de un México mejor, de un México que había tenido glamur y fama, que había visto a hombres de sombrero Stetson y divas caminando en las calles. Hoteles imperiales y costumbres salvajes que pudieran valorar los blancos occidentales barbados. La bahía y sus clavadistas eran un sueño que se terminaba pasando la Costera Miguel Alemán.

Y qué era México a tantos kilómetros de distancia. Qué era mi país sino más que una entelequia, un lugar donde conocía los nombres de las calles y donde vendían cerveza barata. Así que tenía la oportunidad de salvarme de esa contándole el sueño que quería. Y le conté historias fantásticas de Acapulco, de las bodas que se daban ahí recordando mis horas de televisión basura y agregándole un poco de fantasía. Le hablé de las estrellas de la televisión, de como México era como el Hollywood de las telenovelas. Que uno caminaba y se encontraba artistas a su paso, en los restaurantes, en las tiendas. El me veía con rostro de satisfacción y repetía cada vez que hablaba de una mujer: Qué minas hay allá, qué minas. Todas buenas y todas le rezan a la Virgen de Guadalupe. Con esos culos y rezándole a una virgen.

Me confesó que Acapulco para él seguía siendo un paraíso, que había ido hace un par de años a Cancún, pero que Acapulco se le hacía más auténtico, mas glamuroso. Que había un hotel donde te daban jeeps con la habitación y que tenía esa arquitectura de pueblo que Cancún ya había perdido.
Entonces se me quedó viendo y por un momento pensé que me llevaría la cárcel. No lo hizo, me pidió que me diera la vuelta, me quitó las esposas y luego sacó un cigarro y me ofreció uno. Le dije que no fumaba.

—Gordo, no regreses al Casino, porque entonces si te cargo. Si caes a la cárcel vas a tener problemas en migración. Te pueden boletinar como extranjero indeseable y si se enteran los yanquis, te quitan la visa.
Le agradecí el trato. Le expliqué mi situación, que no tenía ni un peso, que llevaba varios días durmiendo en las calles y moría de hambre. Se rió como un niño que oye una gran aventura. Yo, con la ropa sucia y sin bañar, me pareció de lo más humillante mi estado y muy poco heroico. Me dijo que era muy valiente y que el esperar que mi novia me enviara plata, era por demás romántico.
—Ustedes los mexicanos son tan increíbles. —De inmediato confirmé que el policía había visto muchas telenovelas.
Me advirtió de sitios a evitar por la noche, me dio un billete de cien pesos argentinos y me dijo que si seguía teniendo problemas fuera a mi embajada. Hasta se ofreció a llevarme de inmediato, cosa que rechacé. Por amigos sabía que en la embajada no resolvían nada. Insistió con lo de que si volvía al casino me iba a arrestar, muy a su pesar. Nos dimos un fuerte abrazo de despedida.

Me fui caminando a Corrientes y busqué una pizzería. Me devoré varios trozos acompañado de una jarra de vino de la casa. Me puse bastante borracho. Con el sobrante renté un cuartito en un hostal y me bañé; cosa que disfruté enormidades. Me subí a la terraza del hostal y una lluvia ligera, como rocío, comenzó a caer. Era la brisa marina de Acapulco, pensé.

Cuento aparecido en la revista Espiral: http://www.revistaespiral.org/espiral_36/

Comentarios

  1. Acapulco es una ciudad maravillosa, me ha encantado. He conocido los mejores hoteles en acapulco y son una de las mejores maravillas que he visto. Muy bueno el blog

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