Dios, bendice a los muertos
God bless the dead
2pac Shakur
La ciudad se ha convertido en una enorme fosa,
Donde conviven los muertos con los vivos
Los descabezados con los colgados
Los muertos de miedo con los baleados
La ciudad respira miedo
Jesús Marín
"Se parecen las novelas policiales a los algodones de
azúcar, que no dejan nada en la boca ni en el estómago."[i]
Decía Ricardo Garibay con el ninguneo habitual que la intelectualidad mexicana le
prodigaba al género policial, que lo considera un arte menor de escapismo y
evasión. Si bien los ánimos nacionalistas han bajado (ya nadie quiere presumir
de trascendente escribiendo sobre “lo mexicano”), el desprecio de ciertos sectores
literarios sigue vigente. Sin embargo el salto del narcotráfico de las páginas
de la nota roja a las de cuatro columnas, ha cambiado por completo el
escenario.
El ninguneo consiste
en afirmar que lo policiaco no puede suceder en México porque: “(si) en el
género policiaco tradicional el crimen es la conducta anormal dentro de la
sociedad, acá constituye la norma.”[ii]
Lo cual revela un desconocimiento género. Si nos atuviéramos a este
razonamiento las historias de George V. Higgins o Elmore Leonard, por decir dos
nombres, tampoco podrían existir ya que en ellas la criminalidad es la norma.
Pero como veremos, el género negro –término que me gusta usar porque va más
allá del restrictivo “policiaco” o “policial”–, se da en nuestro país y tiene
múltiples ramificaciones.
Desafíos al
lector
Como apunta Pablo Piccato en su ensayo “La era
dorada de la novela policiaca”[iii],
el género en nuestro país empieza con una camarilla de escritores, amigos entre
sí, que se reúnen alrededor de la revista dirigida por Antonio Helú Selecciones
Policiacas y de Misterio y que lo hacían más por gusto (o militancia
literaria) que porque les dejara algún tipo de remuneración económica.
Antonio Helú y el resto de colaboradores de su
revista: la ubica y poco reconocida María Elvira Bermúdez, Leo D’Olmo, Luis Garrido, el cineasta
Juan Bustillo Oro, el dramaturgo Rodolfo Usigli o
Rafael Bernal, por mencionar a los más famosos, explotarían el policiaco más
clásico, aquel que el padre Edgar Allan Poe y sus hijos ingleses adelantados
–Arthur Conan Doyle y Agatha Christie– crearían como fórmula. Es decir, un
enigma, un detective peculiar en extremo inteligente y una resolución
satisfactoria para personajes y lector.
Sin embargo,
a principios de los años veintes la aparición de Raymond Chandler y Dashiell
Hammett en la revista Black Mask
vendría a modificar este panorama al incluir sus vivencias personales (el
primero un alcohólico y el segundo un auténtico detective privado) y con esto
crear el cuento negro; donde el enigma pasa a segundo término y lo interesante
es la capacidad de hablar de la criminalidad, los bajos fondos y por ello mismo
de la maldad como fenómeno social.
Si bien
Rodolfo Usigli lograría un apreciable éxito con su novela Ensayo de un crimen[iv],
—incluso llevada al cine por Luis Buñuel— sería hasta la aparición de El complot mongol [v] (1969)
que la novela negra nacional tomaría carta de naturalización. Esta novela es
importante porque de entrada, el personaje principal es un criminal, un
excluido de la sociedad y a la vez un hijo de la Revolución Mexicana. Atrás
quedan los detectives sagaces que representan a la ley. Filiberto García no es
un detective privado, es un sicario a las órdenes del régimen que sin embargo
trabaja solo y bajo consigna cuando los relucientes demócratas no quieren
ensuciarse las manos. La época de bonanza priista se había acabado; el
desarrollo estabilizador y el “milagro mexicano” ya eran cosa del pasado. El
sistema hacía agua por todas partes, no por nada los movimientos de protesta
estudiantiles habían sucedido un año antes de la publicación de la obra. Bernal
supo conjuntar todos estos factores en una narración que funcionaba como una
trama entretenida pero que buscando a fondo daba cuenta de la denuncia directa
a la doble moral del régimen, que jugaba al socialismo y al capitalismo como el
propio Filiberto García lo hacía con los agentes del KGB y de la CIA, además del
deseo gubernamental de demostrar que ya no éramos el país violento de
principios de siglo XX, sino uno moderno que, sin embargo todavía necesitaba de
estos “fabricantes de muertecitos”, como García se hace llamar.
"Bernal
sigue la ruta del dinero, como sugieren los clásicos, pero sobre todo, la ruta
del poder, que es más truculenta y sanguinaria"[vi]
Afirma Elmer Mendoza a razón de la edición española por parte de Libros del Asteroide.
Pese a todo, el libro de Bernal mereció críticas adversas que no hicieron más
que volverla un objeto de culto. A un año de la aparición de El complot mongol, el prolífico escritor
Luis Spota publicó una historia de género negro llamada Lo de antes. En ella, un ladrón busca rehabilitarse enfrentándose a
la policía corrupta y a sus viejos socios que no le permiten seguir su vida y
lo hacen volver “a lo de antes”. La historia se decanta más así hacia el drama
social alejándose mucho de los preceptos del género. Arturo Ripstein incluso la
adaptó al cine logrand así una de su mejores películas pero ni con eso obtuvo
ni una mínima parte del culto que se le profesa a la obra de Bernal que a fin
de cuentas es parte aguas.
Eran los años setenta, persistía la necedad crítica
que dictaba que no puede haber género negro en un país donde no hay justicia;
pese a eso en Latinoamérica y España comenzaron a menudear los escritores de
género negro y policial, desde Manuel Vázquez Montalban del otro lado del
océano, pasando por el argentino Roberto Walsh hasta Paco Ignacio Taibo II en
México.
En Días de
combate[vii], su
primera novela, Taibo tuvo la audacia de incluir la imagen de un detective
independiente (no privado y izquierda militante), que sufría las mismas
miserias de muchos de los habitantes de la Ciudad de México. Héctor Belascoarán
Shayne persigue a un asesino serial mientras comparte gastos con un plomero y
un tapicero para pagar la renta, se da tiempo para visitar a su hermana y
además concursa en un programa televisivo sobre asesinos famosos.
La crítica
no fue muy favorable pero los lectores respondieron comprando sus libros. La
clave de la obra de Taibo –que es retomada de El Complot mongol– es no tropicalizar los moldes foráneos, lo cual
a todas luces resulta falso, sino hablar de la realidad nacional y ficcionarla.
Así, Belascorán se pasea por el Eje Central, tiene su despacho en un edifico de
Bucareli, desayuna en cafés de chinos y se enfrenta a la delincuencia y la
corrupción como lo hace cualquier capitalino. No es un experto en armas, ni un
duro y torturado detective alcohólico, sino un tipo que le disgusta lo que ve y
hace lo posible por cambiarlo.
Taibo llamó
a su estilo “neo policiaco”. El escritor fue más allá y fundó la Asociación
Internacional de Escritores Policíacos (AIEP) en 1986 junto a al mexicano Rafael
Ramírez Heredia, los cubanos Rodolfo Pérez Valero y Alberto Molina, el uruguayo
Daniel Chavarría, el ruso Iulián Semiónov y el checo Jiri Prochazka. Asociación
que fue la base para que en 1988 se creara la Semana Negra de Gijón (en España)
sitio de encuentro para los cultivadores del género hasta.
Por el contrario
Gonzalo Martré fue condenado al ostracismo por su pluma satírica luego de que su
obra mayor, Los símbolos transparentes,
sufriera las penurias de la censura y de la persecución obligándolo a partir de
ahí a publicar en editoriales marginales. Martré era un personaje extraño para
los moldes que reinaban en los años setenta: guionista de la popular historieta
Fantomas, la amenaza elegante, gustaba
de utilizar referencias de la cultura pop y popular en sus obras. En ellas caricaturizaba lo mismo a los señores
del poder nacional que a dirigentes mundiales. En una recordada secuencia
escrita por él para Fantomas, se ve a
Margaret Thatcher, “la mujer mejor vestida de Inglaterra”, saliendo en tubos de
su recamara cuando supo que Argentina le había declarado la guerra al Reino
Unido. Fantomas, un ladrón con principios actuaba en un París que se parecía
mucho al Distrito Federal.
Carlos Gómez Carro, tal vez quien más sabe sobre
Martré dice sobre su obra: “Excelsa y obscena; reflexiva y epidérmica; compleja
y mordaz; de frenética psicodelia, en ocasiones, la obra de Gonzalo Martré
(1928), no obstante ser una de las más significativas de la literatura
mexicana, es también una de las menos difundidas. Es, en lo que se refiere a su
divulgación, lo que suele denominarse la obra de un autor de “culto”, de un
heterodoxo.”[viii]
Cantinas y
norteños
Otro personaje importante fue Rafael Ramírez Heredia,
dueño de una prosa clara que contaba historias que se convirtieron a la larga
en clásicos dentro del género. El éxito de su cuento El Rayo Macoy[ix]
acabaría bautizándolo a él. El universo herediano constaba de viejos
hombres trajeados que frecuentaban cantinas y se enamoraban de mujeres torpes
metidas en problemas, hombres que enfrentaban la corrupción y la criminalidad
con sus escuetos recursos con ecos del cine
noir mexicano de los cuarentas. Ramírez Heredia además, proveniente de una
casta de sindicalistas y maestros, recorrería el país dando talleres literarios
creando escuela. Heredia vería traducidos y publicados sus libros a varios
idiomas equiparando su éxito al de Taibo.
Francisco José Amparán, Guillermo Munrou Palacios,
Gabriel Trujillo y Juan Hernández Luna son escritores de la misma hornada,
provenientes de distintos puntos geográficos (Torreón, Puerto Peñasco,
Mexicali, Puebla), con desarrollos narrativos diferentes pero desgraciadamente,
suertes similares. Los cuatro han ahondado en la historia de sus respectivos
estados, mostrando como el centralismo ha opacado la historia nacional, creando
historias con personajes oriundos de sus localidades pero la repercusión
nacional no les llegó. Sus libros son ilocalizables, editados por pequeñas
editoriales (a excepción de Luna que fue acogido por ediciones B con similares
resultados), leídos por una camarilla de investigadores y lectores asiduos de
novela negra. Amparán y Hernández Luna morirían relativamente jóvenes, (52 y 47
años respectivamente) sin conocer el éxito masivo. Munro y Trujillo siguen
batallando desde su patria chica, ninguneados por el centro.
Elmer
Mendoza vendría a ser como una especie de lazo de unión entre los autores antes
mencionados y las nuevas generaciones que harían su aparición unos pocos años
después. Mendoza crearía un estilo en el que la habla regional (en especial de
esa Sicilia del norte, llamada Sinaloa), el beisbol, los corridos, el humor, el
trasiego de drogas, el machismo y la situación fronteriza serían determinantes
para crear un microcosmos particular. Ramón Gerónimo Olvera, periodista
chihuahuense, señala en su ensayo Sólo
las cruces quedaron[x],
los puntos de convergencia entre la sicaresca colombiana y la obra de Mendoza:
el costumbrismo (o neo costumbrismo, como señala Diana Palaversich[xi]),
y el uso de historias provenientes de la prensa.
La irrupción
del narco
Martré es señalado como el primer escritor que utilizó
al narco como motor narrativo en su novela satírica El cadáver errante[xii]
(1993). Sin embargo, Paco Ignacio Taibo en Sueños
de frontera[xiii]
de 1990, ya hacía referencia a un capo muy parecido a Caro Quintero que
negociaba con drogas y era además tratante de mujeres. Incluso, el dramaturgo y
novelista Victor Hugo Rascón Banda en su laureada (y poco conocida) novela Contrabando[xiv]
de 1991, ya tocaba el tema. A decir de Diana Palaversich es junto con Los trabajos del reino[xv]
de Yuri Herrera, el mejor acercamiento al tema.[xvi]
Con la llegada del narcotráfico como tema principal,
la industria editorial vio el filón y lo explotó. ¿Pero qué es la narcoliteratura?
A mi entender un género para crear un nicho de mercado donde caben lo mismo
libros de periodismo serio y que oportunista, es decir, hechos exprofeso para
tener acomodo rápido en la mesa de novedades. Cuya misma fórmula puede
aplicarse a las novelas. El tema del narcotráfico es tan amplio que hacer un
género con él como tema es incluir lo mismo a El padrino de Puzo (¿o acaso no es el detonante la negación de Don
Vito a traficar con drogas?) que el teledrama colombiano de Gustavo Bolívar
Moreno, Sin tetas no hay paraíso. Hablar
de narconovela es tan ocioso como hacerlo de la sección de cine de arte en un
Blockbuster, en donde casi cualquier película cabe en tal clasificación.
Sin lugar a duda la descomposición del sistema
político, que se lleva entre las patas a la sociedad, ha creado un ambiente
propicio para que el género negro vea una explosión creativa. Actualmente se
vive una bonanza en la cual uno pude decidir por diferentes autores y formas de
tratar el tema; como uno puede apreciar en el libro Negras intenciones[xvii]
compilado por Rodolfo J M.
Periodistas metidos a escritores de ficción como Omar
Nieto y Alejandro Almazán, han tocado la criminalidad a manera de denuncia.
Almazán, curtido cronista y reportero de la fuente policiaca (que últimas fecha
es “junto con pegado” de la política) ha creado dos novelas que entran de lleno
en el género policial. Entre perros[xviii]
y El más buscado[xix]
son historias que ahondan en las problemáticas de la criminalidad con el
trasfondo del narcotráfico y la destrucción del tejido social en las que éste reina.
Nieto por su parte, agrega puntos interesantes en su novela Las mujeres matan mejor[xx],
como las intrigas en las campañas políticas, el avance de los cárteles en el
sur del país y la inclusión del sicariato femenino, que antes ya había tocado
Almazán en su reportaje, Chicas
Kalashnikov[xxi].
A ambos autores les gana el afán de denuncia, la vena de reportero más que el
de contar simple y llanamente. Almazán tiene en su haber el excelente reportaje
Gumaro de Dios[xxii],
un descenso a los infiernos de un personaje que parece de ficción.
Este afán de denuncia se nota también el trabajo de Fritz
Glockner principalmente en su libro Cementerio
de papel[xxiii].
La novela destaca por algunas grandes ideas, la inclusión de personajes reales
(Rosario Ibarra de Piedra y Miguel Nazar Haro, antípodas) y por tocar un tema
que nucna había sido mencionado en la ficción más que de manera tangencial. Sin
embargo, la novela no acaba de atar todos los cabos y acaba diluyéndose. Todo
lo contrario a lo que pasa con Veinte de cobre[xxiv],
historia en la que cuenta de manera viva la persecución, tortura y encierro de
un grupo de guerrilleros por parte del ejército y la temida DGSP en el marco de
la llamada Guerra sucia. Breve pero infaltable.
El género negro se ha nutrido a últimas fechas del
comic, de las novelas de terror y de la cultura pop en general. Bernardo Esquinca
ha creado en su saga del periodista Casasola (La octava Plaga[xxv]
y Toda la sangre[xxvi]),
un díptico en que el centro de la Ciudad de México adquiere un tono fantasmal y
oscuro. En sus novelas retoma lugares señeros de la urbe para hacerlos suyos:
el edificio Canadá abandonado desde hace años, la catedral metropolitana, las
cantinas del centro entre otros. Algo parecido sucede en Asesinato en una lavandería china[xxvii],
de Juan José Rodríguez en el que unos vampiros lo mismo regentean prostíbulos
que venden droga. Por su parte, Bernardo Fernández BEF, en sus novelas Cuello Blanco[xxviii]
y Hielo negro[xxix],
mezcla a partes iguales la lógica del comic con un realismo a veces
apabullante. Si bien los villanos de sus novelas provienen directamente del
comic de superhérores, su heroína, la
detective Mijangos y su comparsa El Jarcor, son completamente humanizados. La relación
entre ambos policías los hace altamente entrañables.
Francisco Haghenbeck es un género en sí mismo. De
entrada su personaje principal nos haría desconfiar: el detective Sunny Pascal es
un beatnick surfero mitad mexicano-mitad
gringo, pero una vez iniciada su lectura, este extraño mundo ambientado en los
años dorados del cine adquiere carta de naturalización. Sus novelas están
escritas de forma muy estructurada e investigada, son mecanismos cerrados de
relojería que no admiten fugas. Su libro
La primavera del mal[xxx],
es una respuesta clara y la parte faltante al enorme Poder del Perro[xxxi]
de Don Winslow.
Los minutos
negros[xxxii] de Martín
Solares se erige como una novela que poco a poco ha ido ganando lectores pero
que se volvió de culto entre los aficionados del género. Solares logra
conjuntar un tema poco tratado en nuestro país: el asesino serial. Pese a que
la trama roza temas como el norte y el narco, sale eludir esos escoyos para
salir triunfante. Sus personajes no son los caricaturescos policías mal
hablados y botudos de novelas y películas fallidas, sino seres reales. Además,
toma como punto de partida una leyenda que se cuenta entre los habitantes de
Tampico y Ciudad Madero: algo muy malo esconde la Coca Cola.
Hilario Peña es heredero directo del cine noir y la novela negra clásica
norteamericana. Peña ha creado un microcosmos en donde las influencias de
Hammet, Chandler, Ed Cain y los viejos westerns se diluyen en un norte violento
y desolador, donde el individualismo ha sentado sus reales. La prosa de Peña es
concisa, sin artificios, telegráfica y destinada a contar no a denunciar o a
hacer referencias. Peña ha creado en Mala
suerte en Tijuana[xxxiii]
un personaje inolvidable que sin quererlo nos habla de la pobreza, de la
inmigración, de la criminalidad y la falta de posibilidades. Su novela El infierno puede esperar[xxxiv]
se entrelaza con la tradición de la femme fatales del mejor cine de la época
de oro nacional y hollywoodense, la referencia a
Ed Cain es clara. Es en Chinola kid[xxxv]
donde puede dar rienda suelta a su otra pasión, el western, creando un híbrido bastante divertido en el que dota a su
personaje principal de una moral calvinista y hasta reaccionaria.
En Acapulco el otrora puerto paradisiaco, se dan cita
dos escritores que narran lo que sucede en medio del calor y los turistas. Ambos
autores de Tierra adentro, Paul Medrano e iris García Cuevas comparten el gusto
por el género negro. Medrano echa mano de la tradición de personajes
pintorescos que ofrece la literatura nacional y su mezcla con la cultura
popular (los corridos, el cine, los albures) para hacer un entramado de cuentos
que tiene por nombre Flor de Capomo[xxxvi],
a los que sumarían dos historias de largo aliento, Deudas de fuego[xxxvii]
y Dos caminos[xxxviii]
donde ahondaría en dichos temas. García Cuevas, por su parte abreva más del thriller. Su libro 36 toneladas[xxxix]
es una novela rompecabezas que tiene como ambiente de fondo las tropicales
tierras de Guerrero en donde un narco intentara recuperar algo que es suyo.
Al igual que Acapulco, Sonora se vuelve punto de
confluencia. Imanol Caneyada ha escrito un par de novelas Espectáculo para avestruces[xl]
y Tardarás un rato en Morir[xli]
en los cuales la criminalidad se mezcla con una historia con profundidades
psicológicas. En la primera un maestro universitario lleva una doble vida: en
una aparenta ser recto y en la otra da vuelo a sus ímpetus criminales. En su
segunda novela el género negro entronca con el thriller y la novela política
pergeñando una de sus mejores historias, llevando más allá el género negro
nacional al dotarlo de oscuridades nunca antes tratadas. La enfermiza relación
de dos personajes que se detestan y se necesitan en un frío y desolador Canadá
la hacen inolvidable.
El díptico Matar[xlii]
y Mujeres[xliii]
que matan es crónica ficcionada proveniente de experiencias carcelarias en
Sonora. En el primero, Carlos Sánchez nos narra a manera de cuentos varias
historias donde el fin último es un asesinato. Descarnado, cruel pero humano a
la vez, el volumen nos da cuenta de las peores bajezas. Por su parte Sylvia
Arvizu, encarcelada en un penal, nos cuenta el día a día dentro de una cárcel
de mujeres mostrando la desazón y desesperanza que se vive al interior.
En contrapunto a estas historia dramáticas, el
dramaturgo Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio conocido como LEGOM, hace
una parodia acida y corrosiva del género en Chato McKenzie[xliv].
En tres historias consecutivas Mckenzie hace gala de su torpeza,
misoginia y estupidez para resolver
sendos casos en los cuales el humor políticamente correcto de LEGOM se hace
presente. Lo mismo se burla de los minusválidos, de los ancianos, de las
mujerea adulteras, los centroamericanos, de los estudiantes de teatro y hasta
de él mismo.
Un caso aparte es el escritor Guillermo Rubio que no
proviene ni de la literatura ni del periodismo sino directamente de la policía.
Rubio, ex agente judicial que creció en las agrestes tierras de Sinaloa y que
pasó a engrosar las filas policiales del Distrito Federal, llega ya con años de
experiencia a su primer libro, instigado por Carlos Payán. Guillermo Rubio
cuenta en entrevista para quien esto escribe, que en los tiempos en que fue
escolta y chofer los tiempos muertos los pasaba leyendo. Ahí hizo un primer
cuento de donde saldría El Águila Real; personaje que sería retomado para la
exitosa telenovela Nada personal. Sin
embargo sería en una pequeña edición marginal (Pasito tun tun[xlv])
que Rubio debutaría como escritor. La novela derrocha a partes iguales humor,
crueldad, violencia y se revela al expolicía como un gran observador de los
usos y costumbres de la política y la criminalidad. El personaje principal es
El Yaqui, un sicario satanista, que pese a su crueldad nos hace encariñarnos
con él. Irónico, canta la canción tropical de los Billo's Caracas boys antes de torturar a sus víctimas mientras da
unos pasos juguetones. Un avezado lector de la realidad política encontrará
personajes que tienen su contraparte en el libro, pero si no lo hace no importa,
ya que la trama no necesita de esos ecos para que siga su curso.
El Sinaloa[xlvi], su
segundo libro, vendría a completar su díptico de sicarios. El personaje que da
nombre al volumen es un ex policía-sicario que es reclutado por un cártel para
vengar una afrenta. Rubio hace gala de una trama inteligente pero sencilla para
narrarnos la guerra desatada entre los viejos narcos rurales (a la usanza de
Caro Quintero) ante los narco neoliberales, es decir, inhumanos y voraces, como
son los Zetas. Rubio nos cuenta de primera mano cómo la criminalidad permea
todos los estratos de la sociedad, gobernados, gobernantes, y a la vez hace
carnales a los capos cuando nos los muestra en fiestas, apostando en carreras
de cuarto de milla o protegiéndose entre ellos como una verdadera hermandad. Rubio
es amoral, no busca denunciar o poner de manifiesto ningún tipo de premisa. A
lo que juega Rubio es a contar y cómo lo
que conoce es la criminalidad lo hace desde esa perspectiva.
Conclusiones
Actualmente la narrativa de género negro ha tenido un
desarrollo considerable en nuestro país. Se han diversificado las voces y las
temáticas, incluso autores que no son considerados dentro de él lo han
cultivado: Enrique Serna, Yuri Herrera, Fernanda Melchor, Vicente Leñero,
Fernando del Paso o Jorge Ibargüengoitia, por decir algunos. Ya no es una
camarilla de amigos que deben avanzar juntos para desafiar la animadversión del
canon literario porque ya no lo hay en el sentido monolítico. La baraja es
amplia y seguirá creciendo.
[i]
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México: Cal y arena
[ii]
Olvera, Ramón Gerónimo (2013), Sólo las
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[iii]
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[iv]
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[v]
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[vi]
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[vii]
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[viii]
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[ix]
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[x]
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[xii]
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errante, México: Cofradía de coyotes
[xiii]
Taibo II, Paco Ignacio (2013), Sueños de
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[xiv]
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México: Planeta
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