Una azotea, unas hojas y una pluma

Cuando comencé a escribir no conocía gran cosa de la literatura sólo que me gustaban las historias y que me gustaba contarlas. Tampoco sabía que se presentaban los libros y mucho menos que existía algo llamado talleres literarios donde uno iba y destripaba lo que había mecanografiado en hojas blancas. Acaba de salir de la preparatoria y era un escritor que tenía un par de cuentos que pensaba eran lo más alto de la literatura mexicana. Alguien me dijo que por qué no iba al taller de la maestra Beatriz Espejo. No la conocía, no sabía que había que pagar y mucho menos que asistir ahí cambiaría mi vida.
            El taller se ofrecía los sábados a la nueve de la mañana y hasta la una de la tarde. Con media hora para descansar. En el auditorio habían puesto una mesa larga, varias sillas, una cafetera, galletas y un enorme garrafón de agua. Al entrar a ese sito, con el piso alfombrado, la luz de la mañana entrando por los ventanales, el olor del café recién hecho y el rostro sonriente de la maestra Espejo me hicieron sentir tan cómodo.
            Los asistentes eran muchachos que estudiaban letras hispánicas en la universidad, aunque había otros que venían a corregir la extensa novela que habían escrito en el espacio que les dejaba su trabajo burocrático. Había un abogado que llevaba una historia de un hombre que se volvía drogadicto por trabajar en una carpintería; otro tipo escribía cuentos de ángeles, a la postre se volvería político, tres soberbios e imberbes escritores que pronto se volverían funcionarios culturales, un tipo llamado Nachito, que llevaba los más enfebrecidos cuentos, un servidor y Efrén Minero, que sería el primer tlaxcalteca en publicar en Tierra Adentro.

            En ese tiempo no tenía dinero (apenas si me alcanzaba para el Tonayan), así que tomaba el taller a escondidas. Cuando la encargada venía a verificar que estuviéramos solo los que habían pagado yo me subía con mis hojas y mi pluma a la azotea a esperar que se fuera. El aire frío de la mañana en mi cara mientras veía desde lo alto la ciudad es algo que nunca se me olvida.

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