Crónicas de un subempleado 1



Cerca de donde vivo hay cuando menos tres personajes interesantes. Uno de ellos es una chica de no más de 20 años. Para poder definirla, mi chica y yo compartimos un término me parece la define, a ella y muchas que comparten esa moda y situación. Les decimos “poligoneras”. Mi chica dice que así es como le dicen en Madrid a las mujeres que viven en los polígonos industriales fuera de la ciudad. “Esas que se visten como Amy Whinehouse”. Por lo cual, con sus debidas adaptaciones al contexto chilango, la define muy bien. Es delgada, morena, pero con un peinado muy característico. Largo de algunas partes y cortado a rape de otros. La forma en que usa el corrector hace que sus ojos negros se vean más grandes. Es bonita y a pesar de eso hace cara dura, que le sirve para sobrevivir en al calle. Vende películas y discos piratas en un puesto y en otro, agujetas y demás cosas como pinzas, bilés y pulseras en otro. Siempre esta sentada en medio de sus negocios. A veces come de un plato de unicel, en otras escuchando música de su celular. Nunca había escuchado su voz hasta que hace unos días que le compramos unas agujetas. Su rostro duro se aflojó un poco para hacer la transacción. El sábado pasado la vi con su novio. Él tendría como 24 años, rapado, con la ceja delineada, pantalones tumbados, un tatuaje de San Judas Tadeo. Su cara era de cínico era total. Ella estaba recargada contra una pared y veía con dulzura al hombre. No quedaba ni rastro de la cara fiera. Lo besaba con devoción y dejaba ir a los clientes por estar con él.
El segundo de esta trilogía es un homeless de raza negra. Tal vez norteamericano, tal vez de alguna isla inglesa. ¿Por qué tengo esa certeza? Ni yo mismo sé. Todos los días está sentado en la banqueta a pocos metros de al chica, con una bolsa negra y sin camisa. Su cabello es un atajo de rastas muy apretadas. Murmura algo entre dientes y nunca para este murmullo. Lo que me parece extraño es su cara triste, como si esperara eternamente a que viniera alguien a  recogerlo. No huele ni a alcohol, ni tan mal, o cuando menos lo que se espera de un pordiosero. Al principio, pensaba que era un extranjero perdido, como uno de los miles de braceros que se quedan en la línea luego de ser deportados. He pensado en hablarle, en decirle hola, ¿cómo te llamas? Pero temo su respuesta. Paso cerca de él y una y otra vez pienso en preguntarle su nombre y confirmar si es verdad que sigue esperando a que vengan por él.
Hoy, en la tarde, luego de despertarme, fui a hacer el recorrido habitual para comprar el agua: Don tacos, señora de los dulces, señora de las flores, poligonera, señor de los libros y homeless. El señor de los libros es un sujeto al que el calculo sesenta años. Todos los días invariablemente, incluso domingo, llega con una lona en donde pone cerca de 60 volúmenes usados. Entre los bestseller que algún día levantaron ámpula, de vez en vez tiene cosas interesantes. No se acerca a los posibles compradores. Los ve a lo lejos con desdén, sentado cómodamente en una protuberancia del asfalto, cubierto del sol por su gorra deslavada. La vez anterior, hace una semana, pregunté por cinco libros de La biblioteca del terror que tenía ahí arrumbados. No los compré. Eran los cinco primeros y esos son los que aún conservo de una larga colección de 100 títulos.
Esta ocasión, el hombre se me adelantó y me dijo que me tenía varios títulos para mí. Me acercó dos de Peter Straub, uno prologado por Hitchcock y uno más de Patricia Highsmith. Los levantó de la lona, los sacudió contra su muslo y me los entregó como un gran tesoro. El de la Highsmith me convenció de inmediato. Le pagué y me dijo: ahí le guardo los que vayan saliendo.
Regresé a casa con el garrafón vacío y 4 libros en la mano.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un chango de Malasia

Lemmings, cuento de Richard Matheson

Hamburguesa de realidad, entrevista con César Silva Márquez