Mi amigo Hank (cuento de terror)
La
mujer salió al escenario precedida de una andanada de aplausos. Llevaba unas
zapatillas doradas y un tocado de plumas enorme. Parecía imposible que pudiera
llevar el ritmo de los tambores de aquellos cubanos, compatriotas suyos, que
marcaban un ritmo feroz, casi de trance.
En medio del acto Alfredo hizo su
aparición. Sombrero Stetson verde
hoja, saco del mismo color y pantalones negros. Parecía un perico con las patas
oscuras. Llevaba pegado al labio un pedazo de cigarro que sacaba humo, pero no
fumaba. Tenía ojeras en los ojos y la mirada perdida. Nunca había entrado a ese
cabaret y no parecía que fuera muy seguro. Buscó con la mirada una mesa, pero
todas estaban ocupadas. El maitre se
le acercó para decirle al oído que podía sentarse en la barra.
La mayoría de los que estaban ahí
eran cinturitas de medio pelo, rateros ocasionales, borrachos de barriada que
babeaban viendo a la cubana moviendo el culo rítmicamente. Había algunas
ficheras entre las mesas, con sus vestidos sencillos y sus zapatos sucios del
lodo de afuera. Una de ellas lo vio de reojo y pareció reconocerlo de algún
lado.
Alfredo caminó a la barra y pidió un
ron con cola. El cantinero se lo sirvió en un vaso alto, de higthball. Le dio un trago y comprobó
que no era tan corriente como pensaba. La mujer se acercó a él candorosamente,
con una peineta en la cabeza un lápiz de labios tan rojo que la boca le
sangraba.
—Yo a usted lo conozco.
—No, no creo. No soy de por acá.
—Eso ya lo sé. Usted es toda una
personalidad. He visto todas sus películas.
—Me confunde.
La mujer sonrió coquetamente y
tocándole la mejilla se le acercó al oído.
—Usted es Alfredo B. Amsel, el
director de cine.
El hombre tomó de su ron, luego
volteó ver a la mujer y la observó con curiosidad.
—Y si le digo que sí, alguien más
sabrá que estoy acá.
—No, cómo cree. Me imagino qué
pasaría si se enteraran. Habría tumultos.
—No creo que tan así, pero si me
gustaría estar, digamos, de incognito. ¿Cómo me reconoció?
—Si quiere les pido una mesa y
seguimos platicando.
—No, solo venía por un rato.
La mujer le llamó a un mesero, este
se acercó y le dijo algo que no pudo oír Alfredo, pero que suponía. En dos
segundos estaban en una pequeña mesa en la parte más oscura del cabaret.
—Me llamo Clara, aunque aquí me
conocen como Bertha. –Le estiró la mano, él la estrechó con la suya, huesuda,
oliendo a nicotina, amarilla de los dedos— Lo reconocí porque compro el Cine
Mundial. Ha salido su foto ahí, pero no pensé que fuera tan guapo y
distinguido. Es cierto, ¿es usted alemán?
—Lo era, ahora soy mexicano. Como
usted, o el “Indio”.
—Ay no, como el “Indio” no, tan
solemne, tan malo. De usted me gustan sus películas porque siempre habla de
cosas interesantes. Tal vez si le contara mi vida haría una interesante. Yo he
visto seres de otros mundos.
—¿En verdad? –dijo Alfredo
sorprendido.
—Claro, los he visto por Chalco,
ahí, en la laguna salada. Naves espaciales dando vueltas. Íbamos a Puebla,
junto con unas amigas, unos clientes y nos bajamos a verlos. Daban vueltas en
el cielo. Se lo juro. ¿Cree que vinieran de ese planeta de mujeres?
—Lo que sucede en mis películas es
fantasía, no es real del todo.
—Pero puede pasar ¿o no cree en esas
cosas? Claro, que sí, lo hace para que no siga preguntando. Que le parece si
vamos a su casa y ahí me platica lo que quiera. No le cobraría nada. Hoy soy
gratis para el gran Alfredo B. Amsel.
—No, no vine por una mujer, cuando
menos no para mí.
—¿Y por qué no? Preguntó ella
intentando meter la mano entre la camisa del hombre. Alfredo se la quito de
inmediato en un movimiento brusco.
—Vine aquí para llevarle compañía a
mi amigo Hank.
—Otro alemán, ¿pues cuantos
llegaron?
—Usted quisiera ser la mujer para
Hank.
—Depende, ¿después podría acostarme
con usted? Sabe, me he acostado con escritores, pintores, músicos, hasta
actores, pero nunca un director de cine.
—Está bien, pero háblame de tú. –De
repente el hombre soltó un grito de dolor y se agarró el estómago. La mujer
intento auxiliarlo, pero él la separó ayudado por su mano libre. –Mejor vamos a
ver a Hank.
Ambos salieron del cabaret dejando
atrás el ruido y a los cubanos tamborileros. La calle estaba sin pavimentar.
Pronto llegaron al Ford de Alfredo, una mole de acero que soltaba un ¡clap! muy
fuerte al cerrarse las puertas. La mujer tocó el vehículo como si se tratase de
un templo.
—El Profesor Durán, de “La maldición
de Drácula”, tenía un auto igualito, ¿verdad?
—No es igualito, es el mismo, lo
presté. —La mujer se llenó de alegría. Le dio un beso en la boca a Alfredo y
luego siguió tocando el auto.
—Aquí es donde el Profesor acomoda a
la chica luego de que la salva del vampiro, ¿verdad? —dijo señalando el asiento
trasero.
—Sí, en mi departamento tengo más
cosas. El brazalete de la momia azteca, el kalpe de Zacek, allá te regalaré un
cartel de “Gigantes planetarios”.
—No, no puede ser. Su cara se quedó
sin gestos. Estaba anonadada.
El
lugar era pequeño. Alfredo le pidió que pasara, se quitó el sombrero, el saco y
lo puso sobre un perchero. Todo estaba lleno de parafernalia de sus películas:
carteles, máscaras, guantes peludos, artefactos futuristas. La mujer estaba
enfebrecida viendo todo.
—Uy, este es Gigantes planetarios,
es uno de los cascos sin vidrio. Este es el bastón con el que matan al vampiro
en …
El estómago de Alfredo sonó muy
fuerte y el dolor lo hizo caer de rodillas. La mujer corrió a verlo. Alfredo
estaba sudoroso y parecía a punto del desmayo.
—¿Que le pasa?
—Vamos a ver a Hank.
—¿A Hank?
—Sí, a mi amigo. Me ha acompañado
desde que llegué de Alemania. Hemos pasado por cosas terribles y siempre hemos
estado juntos.
—Está bien. –Alfredo se levantó con
lentitud sin dejar de agarrarse el estómago, dirigió a la mujer a una puerta y
le dijo que pasara. El minimalismo de la habitación contrastaba con lo barroco
de afuera. Las paredes parecían salpicadas de algo café, vacías de cualquier
adorno, un catre desvencijado y con un colchón maloliente era lo único que
había.
—Aquí no hay nadie, soltó ella
temblorosa. Alfredo cerró la puerta, interponiéndose entre la salida y la
mujer.
—Sí, aquí está Hank. Alfredo se
desabotonó la camisa. Su pecho y estómago eran una masa de carne que parecía
cobrar vida de su letargo, se arremolinaba y soltaba chillidos.

Alfredo cayó al suelo desmayado y
Hank comenzó su festín.
(Cento publicado en la antología "Asesinos" editada por La Sangre de las musas. Imagen de Gary Pulin)
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