Los tantísimos libros

Cuando uno es escritor lo que más te regalan son libros. Uno puede llegar con la maleta vacía a un encuentro y regresar con bolsas repletas de ediciones locales de poetas, cronistas, novelistas y fotógrafos. Una vez, en un festival en Campeche, una señora llevaba pilas de sus obras acomodadas en cinco tantos por cada título. El encuentro se decía nacional, pero la mayoría eran de estados del sur. Las charlas se hacían en un auditorio con una única entrada. La señora acomodó en una mesa sus libros y a todo aquel se escapaba de la conferencia le endilgaba un tomo de su obra, previamente firmado. Si le decías, “ya me dio”, te preguntaba por cuál y te daba otro.
            Cuando trabajaba en el instituto de la cultura de mi estado, descubrimos una bodega llena de libros viejos, editados en los ochenta. El director dio la orden de hacer paquetes y regalarlos al por mayor. Así, todo aquel visitante que llegaba se iba con un tomo de la enciclopedia del Estado, un volumen mohoso de "Jean Charlotte en Tlaxcala" y algún poemario de un escritor que nunca más volvió a las andadas.
            Las bolsas de regalo que te hacen los municipios, estados o institutos de cultura son las más grandes contribuidoras al peso muerto en tu maleta. Alguna vez recibí un enorme libro de pasta dura y papel de alto gramaje de “Los sentimientos de la nación”. El libro tenía un prólogo de 15 páginas del gobernador constitucional del estado, un estudio introductorio de un magistrado local, otro tanto de un historiador y texto de un cronista local y al final, en una fotografía borrosa, el documento de marras. Como me daba pena dejarlo sobre la cama y que el botones corriera hasta mi taxi para decirme que lo había olvidado, lo escondí bajo el colchón. Espero que no le haya jodido la espalda a nadie.          
  Antes me daba pena rechazar libros cuando, en la borrachera, todos nos volvemos hermanos de letras. Regresaba a casa con decenas de volúmenes firmados y los guardaba en una caja. Un día, cuando decidí donarlos a la biblioteca pública, me di cuenta que no podía seguir acumulando. Así que ideé varias formas para rechazar los libros antes de llegar a casa. Si me daban el ejemplar en un bar, lo acomodaba en el respaldo de mi asiento y dejaba que se quedara ahí. “Lo olvidé, lo siento”. Decía cuando íbamos ya en taxi de regreso.
           Otra buena técnica era guardarlos en la cómoda del hotel, junto a la biblia. Tal vez la que arreglara el cuarto, o el siguiente huésped, pudiera interesarse en ellos y con eso evitar una tarde de aburrimiento. O, por el contrario, lograr conciliar el sueño a algún pobre que leyera la crónica de porqué su estado o colonia es crucial en la historia del país.
            “La novia de Bolaño” me ha regalado tres veces su novela y tres veces ha ido a dar a las manos de un mesero o algún transeúnte en el parque.
            Ahora, como reseño libros, las editoriales me mandan paquetes de sus novedades. La cosa es que las jefas de prensa creen que un título es igual a cualquier otro. Alguna vez me mandaron uno de Martha Carrillo y Andrea Legarreta, el cual les devolví amablemente.

            Me voy a cambiar y debo decidir qué libro donar y cuáles quedarme. Tengo un amigo que solo deja los verdaderamente indispensables, pero a mí me cuesta trabajo. No tengo su decisión de mandar al carajo lo superfluo. Soy un cumulador nato. Pero solo de pensar en el peso de la cajas sé que acabaré haciendo una gran purga.
Actualización. La cual hice. Cuatro cajas de libros que no necesito.

Comentarios

  1. Por cada libro que libero (eufemismo para decir que los mando al carajo) llegan cien. Es como cuando re rascas una roncha de varicela y termina por expenderse la infección.

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    1. Como decía Miki Laure, La cosecha de libros nunca se acaba.

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